Por el Profesor Enrique Lacolla [*]
China es la gran potencia emergente del siglo. En apenas 70 años pasó de ser la última de las grandes potencias a ser la segunda, con una clara perspectiva de convertirse en la primera a la vuelta de una década.
En un marco que se conectaba directamente con los fastos de la época del “socialismo real” y con las grandes demostraciones de regocijo colectivo propio de la era comunista, la República Popular China conmemoró el pasado lunes el septuagésimo aniversario de su fundación.
¡Qué trayecto! Pues lo que cabe contabilizar hoy no son sólo los 70 años de la toma del poder por el partido comunista, sino la enorme, trágica y sin embargo optimista peripecia del pueblo chino desde que inició su lucha por liberarse de la dominación extranjera bajo la cual había caído desde la época de los “tratados desiguales”. Vistas las cosas desde esta perspectiva, las discusiones acerca de si China es un estado socialista o un estado capitalista suenan académicas. ¿Quién puede seguir sosteniendo que “el socialismo es el camino más largo hacia capitalismo” como ironizan algunos, si se tiene ante los ojos la evidencia de que sólo rompiendo con las prácticas del capitalismo dependiente y construyendo un estado fuertemente centralizado fue posible dotar al inmenso conglomerado chino de una planificación y de una voluntad de llevarla a la práctica que lo arrancaron del atraso y lo llevaron a colocarse, en apenas siete décadas, como la segunda potencia económica del globo y la tercera militar?
En esa ruta quedaron múltiples despojos, se consumaron atrocidades y se realizaron actos de heroísmo incontables, pero ¿quién puede creer sinceramente que una transformación semejante se podía producir sin promover una enorme sacudida? El dato fundamental que cabe retener de esta gigantesca transformación es el de la emergencia de un mundo arrancado del pantano del atraso, informado por una concepción del mundo básicamente solidaria y capaz de cuestionar el modelo capitalista-imperialista de factura occidental al proponer una relación más equilibrada entre las potencias.
Desde luego que los problemas que acucian a la sociedad china, por lo poco que podemos saber de ellos desde aquí, son de una magnitud que se equipara al gigantismo de la sociedad que los produce. Desigualdades económicas suscitadas por la apertura al modo capitalista de producción, diferencias en la escala del desarrollo que existe entre las diferentes regiones, tendencias centrífugas de carácter étnico o confesional que son incesantemente alimentadas desde afuera, existencia de focos de irritación derivados del contraste entre una juventud estudiantil que protesta y se rebela sordamente contra una dirección político-partidaria que peca de hermética…, son factores que influyen para hacer de la china una sociedad quizá mucho menos estable de lo que parece. Pero las contradicciones son inevitables en cualquier organismo vivo y, en suma, son una señal de salud, en la medida en que el choque entre ellas debería ir generando el dinamismo que lo propulse hacia adelante. O lo condene, si ese organismo es incapaz de asimilarlas y resolverlas en una síntesis nueva.
Voluntarismo y realismo
El decurso de la República Popular de 1949 al presente mostró una gran variedad de esas contradicciones. El voluntarismo de Mao se dong tuvo mucha parte en la forma en que estas se manifestaron. El padre de la revolución china labró su carrera discurriendo ideológicamente sobre un doble carril: en la práctica su marxismo tuvo un carácter heterodoxo respecto de la línea fijada por Moscú, y aunque prometió siempre hacer lo que quisiera Stalin, de hecho se atuvo en la medida de lo que le era posible a los intereses de su país y a sus propios requerimientos estratégicos. En el plano interno y en el de su propio estilo de conducción se mantuvo adherido, probablemente tanto por convicción como por predisposición personal, a los lineamientos que marcaron al estilo del líder soviético. Es decir, una gran concentración del poder en sí mismo, y el “culto de la personalidad”. Esto fue funesto porque provocó tropiezos y retrocesos, desalentó la contestación crítica y trabó el desarrollo tecnológico. Aunque cabe señalar que le faltaron, afortunadamente, la veta paranoica, la desconfianza y la sádica inclinación a la venganza que distinguieron a Stalin, lo que permitió que los cuadros de la “vieja guardia” que habían liderado la revolución desde sus orígenes no sólo lo sobrevivieran sino que incluso lo sucedieran después de su muerte e invirtieran el curso arbitrario que había impuesto a la revolución en la última etapa de su vida.
“El gran timonel” Mao, en efecto, se distinguió por los bruscos cambios que imprimió a la barra de dirección de la nave del estado. Algunos fueron catastróficos, como “El gran salto adelante”, que fue un intento de alcanzar a la productividad capitalista en base a la improvisación y al voluntarismo, que culminó en una desorganización de la economía que acarreó millones de muertos por hambruna. Otros no fueron menos desastrosos, como “La revolución cultural”, que Mao fraguó para fortificar su poder frente a los cuadros del partido que lo criticaban por los desaciertos que había cometido. Usando a los estudiantes como fuerza de choque provocó una anarquía que removió a la sociedad de arriba abajo y lo dejó como único referente capaz de mantener una apariencia de orden. Pero el saldo que dejó fue el exilio interno y una humillación perdurable en los mejores cuadros políticos culturales y un caos educativo que debe haber costado carísimo remontar. De cualquier modo, una vez desaparecido Mao la sociedad china fue nuevamente encarrilada por Deng xiao ping, que puso en marcha un proceso de apertura vigilada al capitalismo, con generación de reformas que aprovechaban el aporte de la inversión y del “know how” extranjeros para lanzar un programa de desarrollo planificado que en pocas décadas ha llevado a China al nivel en que está.
¿Ha vuelto por esto China al capitalismo? El futuro dirá, pero no creo que sea así ni que el proceso culmine en esa meta. Una cosa es cierta: podemos dar por seguro que si no hubiera existido el control estatal y una fuerza política imbuida en el materialismo crítico China no hubiera nunca alcanzado el estadio en el que actualmente se encuentra. El nacionalismo antimperialista fue el otro elemento de la revolución, quizá el más enérgico, pero cabe creer que sólo el componente marxista –y el increíble tacto político de Zhou En lai, el segundo de Mao, capaz de corregir sus errores sin perder la cabeza en el intento- fue el factor determinante para establecer el equilibrio que finalmente llevó la nave a puerto.
Es inevitable establecer una analogía entre las revoluciones rusa y china. La primera soportó pruebas espantosas, degeneró (en parte como consecuencia de deformaciones causadas por la situación de asedio en que vivía), venció en la lucha a vida o muerte librada por rechazar la agresión nazi, prosperó, se estancó y finalmente se deshizo sin gloria en una implosión poco aparatosa que, sin embargo, desequilibró al planeta al quitar contrapeso al imperialismo norteamericano. Desde entonces la situación se ha recompuesto: Rusia ha recuperado su peso específico como gran potencia militar con intereses geopolíticos concretos, aunque su economía todavía está rezagada en relación a la norteamericana y europea, y China ha crecido de una manera desaforada. El mundo unipolar ha desaparecido y China y Rusia, junto a otras potencias como la India e Irán, proponen una vía multipolar para el desarrollo para la cual el “Silk Road Belt” propuesto por China debería constituirse en el nexo estratégico fundante, susceptible de futuras e innumerables ramificaciones.
Ahora bien, ¿China ha renegado de su pasado marxista, como lo ha hecho la Rusia de Vladimir Putin con sus oligarcas? ¿No son discernibles elementos provenientes de pasado revolucionario en la experimentación china? En los primeros años 20 la Nueva Política Económica o NEP fue instaurada en la Rusia soviética para corregir los excesos del Comunismo de Guerra, que prácticamente había paralizado la actividad económica y estaba empujando a la sociedad al nivel de la carestía. Se permitió vender privadamente a los campesinos gran parte de la producción del campo, dejando una pequeña proporción para el gobierno, mientras se aflojaban los controles sobre las empresas manufactureras y el comercio. Esto tuvo efectos muy positivos y reanimó a la sociedad soviética, pero planteó el riesgo de un retorno al capitalismo, contra el cual Stalin reaccionó con la brutalidad administrativa que lo caracterizaba: hacia fines de la década lanzó la colectivización del campo y la industrialización forzada, que significaron la segunda revolución y la erección del poderío que permitió a Rusia hacer frente diez años más tarde a la invasión nazi, pero imponiendo un sacrificio y unas tensiones terribles a la sociedad soviética, de los cuales es posible que no se repusiera nunca.
China podría estar produciendo una continuación especular de la NEP. Sin tener que afrontar los riesgos que hubo de enfrentar en soledad la “primera patria del socialismo” y en cierto modo cortejada por las dos mayores potencias a las que interesaba como aliado eventual o como mayor cliente para la producción y sobre todo para la inversión de capitales provenientes de Estados Unidos, se permitió una capitalización rigurosamente controlada de su economía. Esta combinación ha hecho que se convierta en la segunda economía del mundo en materia de producto bruto nominal y en la mayor en términos de paridad de poder adquisitivo.[i] La Silk and Road Belt Initiative que China ha lanzado supone una iniciativa de contornos revolucionarios, que propone rutas mundiales por carretera y ferrocarril, así como el establecimiento de rutas marítimas que interconectan a lugares de todo el mundo, con miras a establecer un mercado mundial unificado con múltiples protagonistas, es tan interesante como complicada, pues choca con la pretensión hegemónica que Estados Unidos o al menos su círculo de poder más influyente se reserva para sí mismo.
No es poco para apenas 70 años.
[*] Enrique Lacolla es un escritor y periodista argentino. Fue docente de Historia del Cine en la Escuela de Artes de la Universidad Nacional de Córdoba durante 30 años, forma parte de la corriente genéricamente conocida como «izquierda nacional», cuyos referentes intelectuales han sido o son, entre otros, figuras como Aurelio Narvaja, Jorge Abelardo Ramos, Juan José Hernández Arregui, Jorge Enea Spilimbergo, Alfredo Terzaga y Norberto Galasso.
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[i] Según el Fondo Monetario Internacional.