Como académico, solamente espero que de todo lo que está sucediendo seamos capaces de sacar lecciones aprendidas. Aunque podría cambiar el verbo “esperar” por el verbo “desear”. Porque, en realidad, no espero nada. Lo planteo porque ya teníamos lecciones aprendidas y no han servido de nada. Por Josep Baqués (*)
Uno de los principales exponentes de la geopolítica del siglo XX, Nicholas Spykman, exponía, en plena Segunda Guerra Mundial, lo que su país (los EE. UU.) debería hacer para evitar una Tercera Guerra Mundial, con base en diversas consideraciones geopoliticas. Porque una de sus principales obsesiones era evitar que las inercias de la guerra arrastraran a los EE. UU a nuevos conflictos, tan devastadores como las dos grandes guerras del siglo XX.
Pero Spykman no razona en abstracto, sino que lo hace a partir de la obra de Mackinder, quien, a su vez, parte de que la zona más importante del mundo, por su acumulación de territorios llanos sin apenas obstáculos, recursos naturales, materias primas y población, es lo que en 1904 definió como “área pivote” y, más adelante, en 1919, tras una ampliación de sus contornos, como Heartland.
Esa versión definitiva, se extendería en dirección al Cáucaso, en lo que concierne a su frontera occidental, de modo que se prolonga algo más hacia poniente, incorporando toda la cuenca del Caspio, ciertamente, pero también la del Mar Negro (e incluso Turquía) mientras que hacia el Norte hace lo propio con Escandinavia, integra la costa Báltica, y en el centro de Europa engulle buena parte de la actual Alemania (Mackinder, 1919: 130; 1943: 597).
Pero, mientras Mackinder creía que el Heartland era una inmensa ciudadela natural, prácticamente inexpugnable desde el mar, Spykman advierte de la mayor relevancia de los Estados del Rimland, que son los ubicados en un primer cinturón que bordea el Heartland, de Oeste a Este, contando con una franja europea-occidental (que va desde Francia y España hasta Grecia, pasando por Italia), otra arábiga (que comienza en Oriente Medio) y otra asiática o “monzónica” (con especial protagonismo de la costa china). De este modo, el propio Spykman indica que su Rimland equivale al inner crescent de Mackinder (ver mapa). Eso es así, a su entender, porque esos Estados litorales también acumulan mucho territoio, población y recursos, y porque, sobre todo, podrían dar salida a las riquezas del Heartland. Además, por su vocación híbrida, o anfibia, serían los que podrían atenazar a los propios EE. UU. (cosa que no sucede con los Estados meramente continentales del Heartland, mientras se hallen encerrados en su ciudadela).
No en vano, Spykman habla de que su país estaría siendo objeto de un cerco estratégico en potencia, a partir del Rimland europeo y del Rimland asiático. En los cálculos de Spykman estaba el hecho de que los recursos de los EE. UU. (materias primas, fuentes de energía, población, manufacturas), aunque importantes, todavía eran claramente inferiores a los que acumulaba el Heartland y, por ende, a los que una potencia del mismo, con salida al Rimland, podría emplear, en caso de un conflicto armado.
Por consiguiente, el Rimland pasaría a ser el auténtico epicentro de la política mundial. Si Mackinder opinaba que quien controle el Este de Europa, controla el Heartland y, a partir de ahí, controla el mundo, Spykman plantea una importante variante de esta teoría: a su entender, quien controla el Rimland, controla el Heartland y, desde esa atalaya, ciertamente, controla el mundo. Como puede apreciarse, sin perjuicio de la utilidad general de esta aproximación, Spykman está pensando constantemente en los problemas que deberían enfrentar los EE. UU. en función de estos parámetros.
Por ello, el papel de Washington al decidirse a entrar en la Primera Guerra Mundial fue tratar de evitar que Alemania saliera al mar a través del Rimland europeo (cosa nada inverosímil, atendiendo a su alianza con los imperios austro-húngaro, que alcanzaba territorios marítimos como la actual Croacia; así como con el imperio otomano, de indudable vocación mediterránea). A su vez, la participación de los EE. UU en la Segunda Guerra Mundial vino dada por la misma sensación (Spykman, 1944: 45) con respecto a una Alemania que ya controlaba los puertos franceses de la costa atlántica, a lo que se sumaba lo que pudiera aportar Italia en el mediterráneo, y que, en el otro extremo del Rimland, Japón ya había desembarcado en China (por Manchuria) en la década de 1930, favoreciendo esa conexión entre los espacios del Heartland y los del Rimland, que tanto preocupaba a Spykman, mientras amenazaba con llegar a la India a costa del ya muy desgastado imperio británico. Ni un atisbo, por cierto, de alianzas basadas en valores compartidos u otros criterios de corte idealista.
Dicho lo cual, lo que busca Spykman es el modo de establecer un equilibrio de poder de tal tipo, que, sin necesidad de acudir al expediente de otra guerra, en la que se vean involucrados los EE. UU., permita garantizar una paz duradera, disuadiendo a los poderes del Rimland de cualquier aventura y evitando, en lo posible, cualquier tentativa de conexión entre el Heartland y el Rimland.
La pregunta es, claro está, ¿cómo lograrlo? De acuerdo con su planteamiento, los EE. UU. deben mantener una “presión de bloqueo” (potencial) sobre quienes lo rodean, en términos geopolíticos. Pero, para que eso sea efectivo, necesita aliados. En Europa, claramente, Gran Bretaña. No es por afinidad histórica (que, por cierto, no existía) ni siquiera por afinidad cultural, sino por puro interés de los británicos, siempre celosos del surgimiento de una gran potencia en la Europa continental. Mientras que en Asia, además de mantener sus bases en Alaska y las Filipinas, apunta a la conveniencia de mantener una buena relación con Rusia. Porque el peor problema para China, o, para Japón, es verse en la tesitura de enfrentar, a la vez, la presión de una potencia marítima como los EE. UU. y de una potencia continental como Rusia. Entonces, lo que debería hacerse para garantizar la paz es proteger el equilibrio de poder en Europa (Spykman, 2007: 128), apoyándose para ello tanto en Gran Bretaña como en la URSS (Spykman, 2007: 61). A su vez, para que la potencias asiáticas no decidan lanzarse al mar para expandir sus dominios, resulta fundamental que no sólo noten la presencia en el mar de las potencias marítimas continentales, sino que, además, noten el aliento de una potencia continental que les obligue a echar la vista atrás (literalmente).
El planteamiento de Spykman ha sido continuado, a su manera, por el que probablemente sea el mayor experto en geopolítica de finales del siglo XX: Brzezinski. Este estadounidense de estirpe polaca también nos dejó algunas recetas básicas para conducir la política exterior de su país, aunque quizá sería más propio aludir a la definición de una gran estrategia para su país.
La idea básica que sostiene se basa en que los EE. UU. mantengan una buena relación con sus aliados de los dos extremos del Rimland (en Occidente, integrados en la OTAN y, en Asia, a partir de sendos tratados bilaterales) haciéndose necesario para su seguridad. Pero, sobre todo, que la gran estrategia de los EE. UU. debe dirigirse a impedir que países como Rusia y China se unan -aunque añade que esa unión sería especialmente peligrosa si, además, se les uniera Irán- (Brzezinski, 1998: 48). En el fondo, pues, se trata de una receta muy similar a la de Spykman, porque a Brzezinski le preocupa que China (la nueva gran potencia asiática) incremente sus opciones de salir al mar y que, a partir de esa confluencia entre Estados del Heartland y del Rimland, se genere un potencial que constituya desde un primer momento una amenaza para el liderazgo de los EE. UU y, quizá, a partir de ahí, en un futuro no tan lejano, una amenaza a su seguridad. Por ello, Brzezinski apunta que esa es una condición sine qua non para Washington.
Una vez conocidas las tesis de Spykman y de Brzezinski en lo que concierne al tema que nos ocupa, es el momento de sazonarlas con las de Grygiel. Ya que este experto desarrolla un magnifico análisis histórico que nos permite entender las líneas maestras de la política exterior china desde hace siglos. No es una cuestión coyuntural, ni que tenga nada que ver con quién gobierna en Pekín.
En efecto, la tentativa china de salir a aguas abiertas, tan vigente en la actualidad, no es en verdad nada nuevo. Hace muchos siglos sus buques mercantes y de guerra ya circunnavegaron el subcontinente indio y bordearon la costa africana, hasta el Cabo de Buena Esperanza, y más allá. Sin embargo, en el siglo XV, esa expansión allende los océanos languidece hasta desaparecer sin apenas dejar rastro. ¿Por qué? Muy sencillo: la reorientación de su gran estrategia, que algunos pueden catalogar, simplemente, como introspección fue debida a la presión ejercida por los mongoles en el interior de China. El legado más evidente de ello es la reconstrucción, en esas fechas, de la Gran Muralla. El punto de inflexión definitivo fue la derrota china en la batalla de Tu Mu, en al año 1449, que costó la vida a medio millón de chinos y mostró su tremenda fragilidad ante los ataques procedentes del interior. En resumen, y en palabras de Grygiel…
“Cuando, a mediados del siglo XV, la estrategia de la dinastía Ming falló en su intento de asegurar su frontera Norte, el imperio fue obligado a retirarse del mar, dejando un vacío que fue ocupado por los piratas europeos, China comenzó su declive en los siglos XVI y XVII, en particular respecto a los Estados europeos, que rápidamente se expandieron a lo largo de las rutas marítimas asiáticas” (Grygiel, 2006: 124).
Entonces, ¿qué significa esto? Pues, lógicamente, que si China se siente política y militarmente presionada desde el Norte, al tener que poner los cinco sentidos en la defensa de esa frontera, deja de perseverar en la búsqueda de salidas a mares abiertos. Cosa que coincide, por añadidura, con una de las tesis fundamentales de Mahan: la enorme dificultad de ser una potencia marítima cuando deben vigilarse amplias fronteras interiores, máxime si los Estados que la comparten son auténticas potencias. En sus propias palabras:
“si una Nación está situada de tal manera que no se ve obligada a defenderse por tierra ni puede pensar en extender su territorio de igual forma, al tener que dirigir todos sus designios hacia el mar lleva ya en sí una ventaja positiva con relación a otros pueblos que puedan tener alguna frontera continental” (Mahan, 2007: 98).
Visto lo cual, parece evidente que, en nuestros días, la potencia que podría jugar ese mismo papel, en sustitución de los mongoles es, precisamente, Rusia
.
A lo que hay que añadir que, en nuestros días, Rusia y China tienen sus propios problemas en la zona. Por un lado, ambos se disputan los favores de Kazajstán, en teoría en la órbita rusa, pero que es un eslabón fundamental de la franja terrestre de la Nueva Ruta de la Seda. Por otro lado, ambos mantienen un contencioso, nunca bien cerrado, en la frontera siberiana, habida cuenta de que Rusia incorporó a su espacio de soberanía extensos territorios siberanos a mediados del siglo XIX, que hasta entonces habían pertenecido a China. El problema, para Moscú, estriba en que desde Pekín recuerdan que en la fecha de la firma de esos Tratados, China era poco más que un Estado fallido, de modo que la firma se habría producido en unas condiciones de desigualdad tales, que bien podría decirse que estamos ante tratados nulos de pleno derecho. Si a todo lo anterior le sumamos la penetración masiva de trabajadores chinos en ciudades reivindicadas por China, tan importantes como Vladivostok, el cóctel contra los intereses rusos se antoja especialmente peligroso. Claro que si la ampliación de la OTAN hacia el Este (sin freno) ha arrojado a Rusia a los brazos de China, es evidente que todo este escenario ha pasado a un segundo plano. El hecho, por lo demás, que la OTAN haya terminado ubicando a China en su lista de amenazas (de acuerdo con las pretensiones de Washington, y aunque eso no sea necesariamente lo que conviene a todos los demás aliados), no contribuye a otra cosa que no sea estrechar los lazos entre Moscú y Pekín, dando con ello al traste con lo que comentan Spykman, Brzezinski o Grygiel.
En definitiva ¿qué punto tienen en común las tesis de Spykman. Brzezinski y Grygiel? Que a los EE. UU. les saldría más a cuenta mantener una buena relación con Rusia. Pero no solo por el hecho en sí de que, digámoslo así, le conviene tener una buena relación con todos. Nada de eso. Estamos hablando de geopolítica, no del mundo feliz. Le conviene, precisamente, para balancear a China que es, a la larga (o no tanto, pues los años pasan, y las grandes tendencias son las que son) la principal competidora por la hegemonía mundial.
Pero… ¿qué tiene que ver todo eso con lo que han venido haciendo los EE. UU? La respuesta más amable nos dice que nada.
Pero la más real nos dice que sí, que hay una relación: porque los EE. UU. han estado haciendo justo lo contrario de lo que recomiendan quienes más saben de geopolítica. Y, total, ¿para qué? Para terminar implicados (siquiera sea, al menos por el momento, indirectamente) en una nueva guerra europea, en suelo ucraniano, en oposición a Rusia, para desgastar a Rusia, mientras China es una de las grandes beneficiarios, al no sufrir desgaste alguno, además de que el desgaste que sí está sufriendo Rusia dejará a los rusos, durante lustros, en disposición de convertirse en poco menos que un vasallo (lo digo así, por emplear el típico lenguaje de Brzezinski) de China. Pero eso no es especialmente interesante ni para los EE. UU, ni para Occidente, a tenor de todo lo dicho.
Porque, el problema de no leerse a los clásicos, o de no hacerles caso, comienza, lógicamente, mucho antes de que estallara la guerra de Ucrania. La ampliación sin fin de la OTAN hacia el Este ha sido (y es) un problema. Porque arroja a Rusia a los brazos de China que es, precisamente, lo que se debería evitar. Los argumentos del tipo de que si un Estado democrático quiere entrar en la OTAN, hay que recibirlo con los brazos abiertos es, en clave geopolítica, un sinsentido. La OTAN debe decidir a quién admite (o no) en función de criterios de seguridad (de sus socios actuales), basados en una adecuada noción de una gran estrategia. La OTAN no es una ONG. Y no entro en si Ucrania merece algún crédito como sistema político liberal-democrático, que creo que merece poco. Pero, para mi argumento, eso es poco relevante. Aunque lo fuera: la OTAN no es la ONU y debe tomar sus decisiones con la cabeza fría, sin dejarse llevar por (presuntos) idealismos de funestes consecuencias prácticas.
Llegados a este punto, el lector poco avezado dirá, supongo, que Spykman, Brzezinski y Grygiel deben ser prorrusos. Pero, notoriamente, no es el caso. ¡Nada más lejos de la realidad! Simplemente, se trata de gente inteligente, formada (como pocos) que aman a su país (los EE. UU) y, sobre todo, que no subordinan sus análisis a las típicas demagogias, tópicos y superficialidades de la política cotidiana.
Por mi parte, tampoco soy prorruso, aunque, a decir verdad, no soy proestadounidense, ni pro nada, salvo pro España, que es mi país, al que quiero. En ese sentido, sé reconocer a mis aliados, y los EE. UU. lo son, ciertamente. Ahora bien, no veo más que seguidismo respecto a su gran estrategia, que creo errada. Por ello, me he animado a escribir estas líneas, a modo de reflexión personal. Porque creo, sinceramente, que la lealtad bien entendida no consiste en no cuestionar aquello que contenga demasiados flecos, o errores patentes. Más bien, consiste en advertir a los aliados dónde puede haber un problema y, en su caso, qué hace para corregirlo. Tal es la intención que subyace a este artículo.
Las causas de la inopia de buena parte de las elites políticas occidentales está, no solamente en su escasa formación para la geopolítica y las relaciones internacionales, sino también en que la poca que les llega, llega de teorías que operan en el ámbito de lo políticamente correcto, pero despegadas de la realidad.
Pondré un par de ejemplos:
Algunos se han encargado de alimentar, de modo expreso, la sensación de que el análisis de la geopolítica estaba obsoleto, ya que, decían, “previene la existencia de un conflicto donde no lo hay” (Chowdhury y Kafi, 2015: 8). Para más inri, resulta que ambos autores se estaban entrometiendo con la teoría de Mackinder, en particular, empleándolo a modo de símbolo y muestra de la presunta decadencia de los análisis de geopolítica, y se referían al escenario de Europa del Este, ahora en llamas.
Mucho más preocupante es, por sus enormes pretensiones (de sentar cátedra) la que elabora a conciencia un viejo conocido nuestro, John Ikenberry, a la sazón un inteligente experto proveniente del campo del institucionalismo liberal que, en un artículo dedicado exclusivamente a esta misión, aparecido en 2014, refleja su opinión acerca de que la geopolítica tiende a ser “alarmista”, ya que sus divulgadores no asumen la capacidad de los EE. UU. Para atraer al campo liberal a China, Rusia, e Irán” (Ikenberry, 2014: 80).
Quienes se dedican a la geopolítica no habrían entendido la preeminencia creciente del proyecto de democracia liberal-capitalista, ni tampoco que, a consecuencia de ello, “Rusia ya está parcialmente integrada en la economía mundial mientras que China está profundamente integrada en ella” (Ikenberry, 2014: 87 y 84, respectivamente).
¿Qué decir al respecto? Sin duda, que contiene un lamentable (desde una perspectiva académica con pretensiones de cientificidad) exceso de idealismo, que aleja a los críticos de la geopolítica de la realidad. O, quizá, también, que mientras escribo estas líneas, veo en televisión que Corea del Norte ha lanzado otro misil balístico hacia Japón que, con un poco de suerte, caerá en el mar, así como que Putin arrecia en su amenaza de emplear armas nucleares en la guerra de Ucrania, sin que eso disuada a la Casa Blanca de alinearse con todas las peticiones de Zelenski.
En los últimos tiempos, la ideología (en el peor sentido de la palabra) ha penetrado en los análisis (o pseudoanálisis) geopolíticos. Es lo peor que nos puede pasar. No porque los valores no sean importantes (que lo son) sino porque no se deben mezclar ambas cosas. Si se mezclan, el precio a pagar es que ya no tenemos análisis geopolítico que valga, aunque mucha gente emplee la palabra mágica, “geopolítica”, muchas veces sin conocimiento de causa.
(*) Josep Baqués Josep Baqués es Profesor de Ciencia Política en la Universidad de Barcelona y Subdirector de Global Strategy
Bibliografía
Brzezinski, Zbigniew (1998). El gran tablero mundial. La supremacia estadonunidense y sus imperativos geoestratégicos. Barcelona: Paidós.
Chowdhury, Suban y Kafi, Abdullah (2015). “The Heartland Theory of Sir Halford John Mackinder: Justification of Foreign Policy of the United States and Russia in Central Asia”. Journal of Liberty and International Affairs, 1 (2): 1-13.
Grygiel, Jakub (2006). Great Powers and Geopolitical Change. Baltimore: John Hopkins University.
Ikenberry, John (2014). “The Illusion of Geopolitics. The enduring power of Liberal Order”. Foreign Affairs, 93 (3): 80-86.
Mackinder, Halford (1904), “The geographical pivot of history”. The Geographical Journal, 170 (4): 298-315.
Mackinder, Halford (1919). Democratic Ideals and Reality. New York: Henry Hold and Company.
Mackinder, Halford (1943). “The Round World and the Winning of the Peace”. Foreign Affairs, 21 (4): 595-605.
Mahan, Alfred 82007 [1890]). La influencia del poder naval en la historia. Madrid: ministerio de defensa.
Spykman, Nicholas (1944). The Geography of the Peace. New York: Harcourt, Brace and Company Inc.
Spykman, Nicholas (2007 [1942]). America´s Strategy in World Politics. New Brunswick: Transaction Publishers.
FUENTE GLOBAL STRATEGY https://global-strategy.org/geopolitica-guerra-ucrania/
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