A los cinco frentes políticos, económicos y militares que ya tiene abiertos la Casa Blanca pretende ahora agregar uno más en el Continente Americano.
POR EDUARDO J. VIOR que autoriza su publicacion en Dossier Geopolitico
¿Cuánto tiempo más pueden sostener los Estados Unidos la acumulación de frentes de conflicto abiertos por el gobierno de Joe Biden? Involucró a Rusia en una guerra en Ucrania que hoy sabe perdida, permitió el ataque a Israel, sigue provocando a China en el este y sureste de Asia, mientras agudiza un conflicto económico con la potencia asiática que daña a toda la economía mundial y radicaliza la confrontación interna. Como si esto fuera poco, algunos días antes de la elección argentina del 22 de octubre la jefa del Comando Sur volvió a alertar contra el “peligro chino” en el hemisferio occidental. EE.UU. sigue siendo la primera potencia militar mundial, pero se ha involucrado en demasiados frentes a la vez y está debilitado por la división de su propio frente interno.
Estados Unidos tiene abiertos cinco frentes de conflicto sin posibilidad de triunfar en ninguno. Dos de los frentes abiertos por Washington están activos con Rusia (por la hegemonía y la carrera militar) y China (por Taiwán y por la guerra comercial). Otros dos frentes son el conflicto de Israel y Palestina y el de Ucrania, y el quinto frente es el que tiene lugar en el interior de Estados Unidos. Su política y sociedad están profundamente divididas por ideologías y visiones del país y el mundo incongruentes e irreconciliables. Este es, quizás, el conflicto más grave.
Desde que la resistencia palestina unida lanzó su ataque contra Israel el pasado 7 de octubre, el Pentágono ha organizado un puente aéreo para el suministro de material de guerra a Tel Aviv, pero también ha enviado 20 aviones a Chipre y Jordania ha recibido 15 aviones de transporte y dos escuadrillas de aeronaves para fuerzas aerotransportadas y fuerzas especiales. Esos efectivos se agregan a los dos grupos aeronavales en torno a portaaviones que el Pentágono envió inicialmente a la región.
Al retornar de su viaje a Israel, el presidente Joe Biden reafirmó el apoyo norteamericano a la independencia de ese Estado, pero en repetidas ocasiones advirtió que debía respetar a la población civil de Gaza y, más recientemente, abogó por la erección de un Estado palestino independiente como única solución para el conflicto.
Aparentemente, Washington presiona para que Israel no invada masivamente la Franja, en primer lugar, porque quiere ganar tiempo para extender la guerra a Siria, a la que acusa de permitir el tránsito de armas iraníes para Hezbolá, aunque dar batalla allí implicaría chocar con Rusia. Después de tres semanas de guerra, en las que Israel ha bombardeado permanentemente el territorio, habiendo matado a cerca de 10.000 civiles (muchos más permanecen sepultados bajo los escombros), de los cuales 3.500 eran niños y herido a varias decenas de miles de civiles, recién este martes Israel se ha atrevido a mandar una gran columna de blindados al norte de la Franja de Gaza tras varios intentos anteriores frustrados por la resistencia. Por primera vez, en todo el mundo se multiplica el reclamo, para que los dirigentes israelíes sean sometidos a juicio por cometer crímenes de lesa humanidad.
No obstante la cantidad enorme de pérdidas humanas, el ejército israelí todavía no ha alcanzado ningún objetivo militar relevante, mientras que las milicias gazatíes no dejan de bombardear el sur de Israel y hasta Tel Aviv. En tanto, en Cisjordania ocupada se multiplican las manifestaciones y ataques a militares y colonos. En la frontera con Líbano, por su parte, Hezbolá bombardea sistemáticamente las instalaciones de escucha y los radares israelíes, para “cegar” a su oponente, pero mantiene una contención significativa.
Israel sabe que no puede triunfar en el campo de batalla. ¿Para qué, entonces, tal masacre de inocentes? La razón hay que buscarla en el mar: en las aguas territoriales de Gaza comienza un gigantesco campo gasífero que se extiende a lo largo del litoral israelí hasta la mitad de la costa libanesa y que EE.UU., Turquía e Israel ambicionan. Algunos miembros de la coalición derechista-ultraderechista que gobierna en Tel Aviv ya han anunciado su intención de desplazar a un millón de palestinos de la mitad norte de la Franja, para anexarla y luego explotar el yacimiento.
Aunque no quiere una ocupación permanente de la Franja, a la elite norteamericana le conviene que en Asia Occidental se produzca una guerra controlada que se prolongue por cierto tiempo, primero, para desplazar a Ucrania de las pantallas televisivas, segundo, para justificar el pedido al Congreso de nuevas partidas presupuestarias para armamentos, tercero, para acceder a la explotación del gas en el Mediterráneo Oriental y, cuarto, para llegar a las elecciones de noviembre de 2024 con algo que mostrar al electorado.
Sin embargo, norteamericanos e israelíes han hecho las cuentas sin el dueño del supermercado. Por una parte, con su ataque a la Franja Israel ha conseguido una unidad nacional de los palestinos como no se veía desde el asesinato de Yasser Arafat. Frente a una sociedad israelí profundamente fracturada, esta unidad implica una ventaja estratégica considerable. Por otra parte, Rusia y China han desarrollado en el último año y medio una estrecha cooperación. Moscú es el gran protector del gobierno sirio y tiene una sólida alianza militar y económica con Irán. China, en tanto, es aliada militar de Irán y está desarrollando una fuerte integración económica con Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos y Catar. Además, tanto Teherán como Riad y Dubai serán miembros de BRICS11 a partir de enero próximo.
Ante este nuevo sistema de alianzas EE.UU. ha perdido el control sobre el petróleo mediooriental. Sólo le quedan su ocupación sobre el este de Siria, donde saquea impunemente los pozos de propiedad de ese país, y los yacimientos iraquíes. En ambos estados sus fuerzas están siendo hostigadas por las milicias coordinadas en el Eje de la Resistencia. Éste es, empero, sólo un aspecto de la emboscada de Moscú y Pekín en la que cayeron los occidentales.
Al mismo tiempo, para anular la presencia de los grupos navales norteamericanos en el Mediterráneo Oriental, Rusia ha mandado una escuadrilla aérea armada con cohetes hipersónicos Kinzhal a sobrevolar las aguas internacionales del Mar Negro. Desde allí, avisó el presidente Putin, estos cohetes pueden alcanzar los portaaviones estadounidenses en el Mediterráneo en un plazo de dos a tres minutos. Convergentemente, los silenciadores rusos instalados en la base naval de Tartus, en el norte de Siria, pueden “cegar” los radares y los sistemas de navegación estadounidenses en una vasta región adyacente. Por último y no casualmente Rusia ensayó el miércoles 25 un ataque nuclear en un ejercicio supervisado por Putin horas después de que el parlamento ruso rescindiera la adhesión al tratado de prohibición global de ensayos nucleares (TPCE, por su nombre en inglés).
De todos modos, el arma principal de los rusos, los chinos y sus aliados es el petróleo. Para obligar a Israel y Occidente a negociar, la OPEP+ puede aumentar el precio del fluido que vende a Occidente arriba de los 100 dólares o reducir el abastecimiento con el mismo efecto.
El bloque euroasiático ha encerrado a su contrincante en un dilema: si expande la guerra en Asia Occidental, chocará con Rusia e Irán y arriesgará un gigantesco bloqueo petrolero que puede destruir las economías occidentales. Si, en cambio, se aviene a una negociación, hará colapsar el gobierno israelí y provocará allí el caos. Además, debería reconocer la independencia palestina y la erección de un Estado en Gaza y los territorios ocupados.
Sin embargo, ni Israel ni EE.UU. son los mayores perdedores de la guerra en Gaza, sino el gobierno ucraniano. Los legisladores norteamericanos ya no quieren votar nuevas partidas de ayuda a Ucrania. El gobierno de Joe Biden pidió al Congreso que apruebe una partida de 106 mil millones de dólares para Ucrania e Israel, pero los republicanos que controlan la Cámara de Representantes quieren desdoblar la votación, para no mandar nada a Kiev.
La situación en el campo de batalla tampoco favorece la generosidad de los legisladores. A pesar de que pequeñas unidades ucranianas pudieron establecer dos o tres cabezas de puente al este del río Dnieper, en el suroeste, su publicitada contraofensiva en el sur ha fracasado y en Avdiivka, cerca de la capital regional Donetsk, las fuerzas rusas amenazan con encerrar a sus oponentes en un bolsón. Más al norte, al oeste de Artiomovsk (Bajmut) y en Kupiansk, el ejército ruso avanza lentamente. Si bien esta guerra es de desgaste para ambas partes, Rusia está siendo aprovisionada con municiones por Irán y Corea del Norte, mientras que los suministros occidentales para Ucrania se van reduciendo. Ahora, si el Congreso norteamericano niega los fondos, los días de Zelenski y su grupo están contados.
No obstante este cuadro de situación, han aparecido algunos indicios de que la dirigencia norteamericana comienza a entender su precaria situación. Por primera vez este domingo una fuerte delegación de Washington concurrirá a la Exposición Internacional de Exportaciones de China (CIIE, por su nombre en inglés), una feria anual que reúne en Shanghai a expositores de todo el mundo. La República Popular viene advirtiendo desde hace varios años contra la política de desacople del gobierno Biden y llamando a separar los negocios de la política. Esta concurrencia parece darle la razón. No resuelve el entredicho por la ambición secesionista del liderazgo taiwanés ni evita las provocaciones navales norteamericanas, pero crea por lo menos un espacio de intercambio pacífico.
No obstante, es demasiado temprano para hablar de un deshielo en la relación entre ambas potencias, ya que los lineamientos de la política exterior estadounidense que diferencian entre la amenaza “aguda” de Rusia y la amenaza “estructural” planteada por China siguen vigentes.
La situación de EE.UU. se agrava por el amotinamiento de diplomáticos y funcionarios del Congreso. A raíz de la sonora dimisión hace dos semanas del subsecretario para Asuntos Político-Militares del Departamento de Estado, Josh Paul, en el organismo se ha desatado un “motín” de funcionarios contra Tom Sullivan, vicejefe de la oficina del secretario de Estado y hermano del consejero de seguridad nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan. Este funcionario parece ser especialmente despótico y arbitrario y no prestar atención al asesoramiento de funcionarios de carrera con larga experiencia, lo que suscitó la reacción de los diplomáticos. Al mismo tiempo, 411 empleados del Congreso, todos miembros de las comunidades judía y musulmana, firmaron juntos una petición, para que los congresistas promuevan un cese de hostilidades inmediato en Gaza. “Como musulmanes y judíos estamos cansados de revivir los temores generacionales de genocidio y de limpieza étnica”, resalta la petición.
La minoría musulmana estadounidense (4,5 millones de personas) rechaza cualquier apoyo al presidente Joe Biden y, aunque sólo representa un 1% de la población estadounidense, podría impedir la reelección del presidente. Por su parte, la minoría judía estadounidense, no mucho más numerosa (6 millones de personas), se opone a que la Casa Blanca sostenga a Benyamin Netanyahu. Sin embargo, ninguna de las dos minorías puede contrapesar la influencia de los cristianos sionistas (20 millones de personas) que alientan la concentración de todos los judíos en Palestina para dar la batalla final (el Armagedón) del Bien contra el Mal.
En este contexto, no se entiende que la jefa del Comando Sur del US-Army siga tratando de provocar un incendio en América Latina y el Caribe. El pasado 19 de octubre la teniente generala Laura Richardson fue entrevistada en la Universidad de Miami por Susan Segal, presidenta de la American Society (AS)-Consejo de las Américas (COA, por su nombre en inglés) financiada por la Fundación Rockefeller y las 200 compañías norteamericanas con los mayores negocios en América Latina y el Caribe. Allí la generala insistió en sus conocidas denuncias contra la acumulación de poder militar sin precedentes que China estaría adquiriendo en el continente.
Desde que gobierna Joe Biden la Casa Blanca no ha hecho más que multiplicar los conflictos dentro y fuera del país sin solucionar ninguno. Ahora experimenta el síndrome de la manta corta: si tira de un lado, se destapa del otro. Quizás sea, entonces, una señal de realismo el que EE.UU. haya propuesto a Rusia retomar el diálogo estratégico. Por lo pronto Moscú ha reaccionado con indiferencia ante la propuesta, pero no desvaloriza el gesto. Quiere ver, si el gobierno de Biden realmente entendió su situación comprometida o si sólo quiere ganar tiempo. Obviamente, la Casa Blanca comprende que debe retirarse de Ucrania y ceder posiciones en Asia Occidental, pero quiere cobrar su retirada lo más caro posible.
Por ahora Washington sólo presiona al gobierno de Netanyahu, para que limite sus operaciones en Gaza, pero el primer ministro tiene su suerte atada a la alianza con la ultraderecha y persiste en el propósito de anexar el norte de la Franja y Cisjordania, expulsando a los palestinos. Si sigue avanzando en esta dirección, empero, desatará una guerra regional de proporciones. Si pretende controlar la crisis, la Casa Blanca va a tener que derrocar al primer ministro y negociar con Rusia e Irán en medio del consecuente caos que se produciría en Israel.
Por el contrario, Moscú puede presentarse como el mejor pacificador gracias a las buenas relaciones que mantiene con todos los actores clave (Israel, Hamas, Irán y otros estados de la región), pero sus buenos oficios van a costar a su oponente el tener que aceptar una negociación que abarque todos los temas y las áreas en conflicto.
Es dudoso que esta eventual distensión calme inmediatamente el conflicto en Asia Oriental ni disminuya el intervencionismo norteamericano en América Latina, pero seguramente alentará la presencia de China en Asia Occidental y agudizará el conflicto interno en Estados Unidos. Hasta tanto el grupo dirigente en Washington no se haga cargo de los reales problemas de su país y de su debilidad relativa, el despliegue excesivo de su poder en el mundo lo encerrará en el dilema de arriesgar una guerra mundial que destruiría el planeta o aceptar su derrota y retirarse a lamer las heridas.
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