Cuando un importante analista del Ejército de EE.UU. pretende instruir a nuestros países sobre nuestras relaciones con China, da signos de que la potencia hegemónica ha perdido su ubicación
Por Eduardo J. Vior analista internacional El Autor autoriza su publicacion en Dossier Geopolitico Fuente TELAM
En esta columna habitualmente no se analizan textos sino procesos. Sin embargo, cuando los textos emanan de un centro de poder y tienen un estilo prescriptivo, debe suponerse que su mensaje se traducirá en directivas que van a influir sobre la realidad, en este caso la latinoamericana. Por ello es bueno leerlos con atención.
Desde hace algún tiempo muchos analistas internacionales en el continente recibimos sin solicitarlo hasta dos o tres veces por semana los artículos de Robert Evan Ellis, profesor investigador de Estudios Latinoamericanos en el Instituto de Estudios Estratégicos del Colegio de Guerra del Ejército de los Estados Unidos, especializado en las relaciones de la región con China y otros actores no occidentales. Desde hace veinte años el profesor Ellis investiga y asesora al Comando Sur del ejército norteamericano sobre las políticas para la contención de la influencia asiática sobre nuestra región. Por eso ha parecido relevante en este caso analizar “Carrera hacia el fondo: China y la lógica autodestructiva de la diplomacia transaccional en las Américas”, que el autor publicara en abril pasado y distribuyó esta semana.
El texto comienza con una constatación: “Para ser claro, creo firmemente que los Estados Unidos pueden hacer mucho más para apoyar el desarrollo económico de la región y la lucha contra la corrupción endémica, (…).” En esta frase inicial se supone, primero, que EE.UU. apoya el desarrollo económico de la región y, segundo, que colabora en la lucha contra la corrupción. Si por desarrollo se entiende un crecimiento autosostenido del PBI que se reproduce equilibradamente en todos los sectores económicos y regiones del país, permitiendo al mismo tiempo la superación de la pobreza extrema y el mejoramiento paulatino de las condiciones de vida de la mayoría de la población, no hay en el siglo y medio de presencia norteamericana en América Latina y el Caribe ninguna evidencia empírica de que ésta haya contribuido a alcanzar estas metas. Por otra parte, si por corrupción se conciben los pagos indebidos y dádivas de empresas o personas privadas a funcionarios públicos a cambio de decisiones políticas que les sean favorables, debe tenerse en cuenta que todas las investigaciones serias sobre la materia han demostrado que estas transferencias siempre entran por algún lado al sistema bancario o financiero y, como es conocido, algunos de los principales “paraísos fiscales” están en el estado de Delaware o en las Islas Vírgenes norteamericanas.
Pocas líneas más adelante el autor devela el sentido del título de su contribución: “Aunque me frustra el persistente fracaso de Washington para ayudar mejor a la región (…), me preocupa también la lógica errónea, tanto en Washington como en la región, de que la respuesta al ‘avance de China’ es un enfoque fundamentalmente transaccional para que intentemos ‘superar’ la oferta de Pekín.” Que Washington ofrece poco a la región y recibe mucho en forma de remesas de beneficios, tanto legales como ilegales, y de términos de intercambio, es indudable. Que, por consiguiente, entre sus dirigentes cunda la preocupación, cuando ven cuánto ofrece la República Popular, es entendible.
Una visión similar se registraría del lado latinoamericano: “Por su parte, nuestros socios latinoamericanos tienen razón al anteponer sus propios intereses a la competencia entre grandes potencias, pero hacerlo no significa aceptar al pretendiente que ofrece a los que están en el poder un gran proyecto de infraestructuras con beneficios colaterales o un ‘trato de realeza’ en una visita de Estado.” O sea que en ambos lados la perspectiva “transaccional” (me relaciono mejor con quién más me da) resulta justificada. Es interesante que para este autor ningún actor tenga finalidades propias, ni Estados Unidos ni los líderes latinoamericanos. Todos estarían actuando por el mero beneficio inmediato.
No se entiende en este contexto de qué modo el analista arriba a la prescripción de cuál debiera ser la conducta “correcta” de los dirigentes de la región: “La búsqueda del verdadero ‘interés propio’ de América Latina exige que se seleccionen sus interlocutores y los modos de relacionarse con ellos de una manera tal que, teniendo en cuenta la corrupción y las debilidades institucionales de la región, se maximice la probabilidad de que el compromiso genere un verdadero beneficio duradero para el país, al tiempo que se minimice el riesgo de ser atrapados por un socio depredador o de quedar entrampado en un ciclo de dependencia, sin poder denunciar los malos comportamientos del socio.”
En este párrafo es llamativo el conocimiento superior que el columnista se atribuye sobre cuáles serían “los verdaderos intereses propios” de América Latina. En realidad, este afán normativo parece constituir el meollo del artículo. El analista deja su lugar al predicador que indica el camino de la verdad. Es problemático, empero, cuando “el predicador” representa oficiosamente el pensamiento del mayor ejército del mundo.
Todavía se añade el remanido argumento del espionaje: “Desde que la ley de Inteligencia Nacional de China de 2017 obliga a las empresas chinas a entregar información que sea de utilidad para el Estado chino, la huella digital de China cada vez más presente en toda la región hace cada vez más difícil para las empresas que operan allí proteger sus procesos básicos y su propiedad intelectual, como para los funcionarios de los gobiernos latinoamericanos
proteger sus asuntos personales y deliberaciones oficiales contra filtraciones.” Da la impresión de que el autor se está refiriendo a la Agencia Nacional de Inteligencia (NIA, por su nombre en inglés) de EE.UU., a sus empresas de comunicaciones y al espionaje sistemático que realizan innumerables agencias del Estado norteamericano. ¿Existe el espionaje bueno y el espionaje malo o ambos, en manos de potencias extranjeras, atentan contra la soberanía de las naciones y la libertad de sus pueblos?
Al final del artículo aparece el consejo: “Washington necesita desesperadamente hacer más por América Latina y el Caribe, pero más importante es que debe convencer a la región que tome mejores decisiones en su propio interés a largo plazo, y estar preparado para ayudarla en ese camino.”
Descartando la mala intención, el artículo llama la atención por su falta de ubicación: se coloca en una posición magisteril, apostrofando a los líderes regionales, para que sigan el camino correcto, que sería alejarse de China. Reconoce que los Estados Unidos no ofrecen nada comparable a las inversiones de la República Popular, pero advierte contra las malas intenciones de ésta. Desconoce y no asume la larga historia de violencia, corrupción y sometimiento de América Latina y el Caribe a manos de su patria. Es poco creíble, entonces, el dedo acusador hacia Oriente.
Todos los hegemonismos son malos. Sería deseable un orden mundial en el que todas las naciones se traten con respeto y se escuchen mutuamente. Pero que una potencia hegemónica como EE.UU. pierda el sentido de realidad, desconozca la madurez de la identidad latinoamericana y caribeña y pretenda seguir tratándonos como infantes es peligroso, porque desconoce la realidad y, cuando la mayor potencia militar del mundo se aparta de la realidad, sus acciones se tornan irreflexivas y pueden ocasionar un terrible daño. Es malo estar dominado por un Imperio, pero terrible estarlo por un Imperio sin sentido de realidad.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!