por Gabriel Merino (*)
No resulta casual que en el balotaje para decidir el próximo presidente de Argentina una de las opciones presidenciales, la fórmula Milei-Villarruel, reivindique el proceso dictatorial de 1976-1983 y el genocidio llevado adelante por parte del instrumento militar. Porque fue justamente el mismo contenido programático de la actual fórmula “libertaria” el que se puso en marcha con el golpe de 1976 y, tanto ayer como hoy, resulta muy difícil imponer dicho proyecto en los marcos democráticos liberales. Una vez más aparece bajo el ropaje de la ‘libertad’ una reacción conservadora.
El quiebre de 1976-1983 constituye una transformación estructural del país. A partir de allí se inició un proceso de periferialización acelerada o pérdida de ‘densidad nacional’, caracterizado por una caída relativa de PBI per cápita, desindustrialización, pérdida de capacidades científico-tecnológicas, aparición de la pobreza estructural y de la desocupación a gran escala, y la profundización de las condiciones de la dependencia.
Todo esto condicionó de forma estructural los fundamentos de la política exterior a partir de la reducción del poder relativo del país. Es decir, se produjo retroceso profundo de las condiciones ‘objetivas’ y ‘subjetivas’ para el desarrollo de las fuerzas productivas y para el ejercicio real de la soberanía, generando las condiciones para una desnacionalización del Estado en línea con el Consenso de Washington, que se completaría en el años 90’, cuando se establecieron las “relaciones carnales” con Estados Unidos. Esto formó parte de un escenario de restricción del margen de maniobra internacional a partir de la “retomada” de la hegemonía estadounidense bajo un ciclo de expansión financiera y una clausura (a la fuerza) de los proyectos nacionales de desarrollo en la región. El consecuente disciplinamiento de la región y su periferialización fueron evidentes: entre 1980 y 2009 (incluso teniendo en cuenta el alza de los años 2000) América Latina perdió un 30% de su ingreso per cápita en relación al núcleo orgánico del capitalismo mundial o los países centrales, encabezados por el G7.
En contraste con la región, en ese período se observa una revolucionaria dinámica de crecimiento, desarrollo y ascenso en el poder relativo de Asia Pacífico en general y de China en particular, donde se llevaron adelante políticas y estrategias completamente opuestas a las de América Latina. Estas se centraron en la fortaleza de lo público y la importancia de la autonomía relativa nacional, la planificación estratégica estatal articuladas con la expansión del mercado interno y externo, la políticas centradas en el impulso al desarrollo de las fuerzas productivas con centralidad en la industria y la tecnología, y la orientación del capital financiero hacia la producción a través de la dirección estatal, entre otras cosas.
Ese es el trasfondo fundamental de lo que se juega en Argentina hace 40 años, con el retorno de una democracia condicionada por un cambio estructural de las relaciones de poder a favor del bloque de poder financiero neoliberal y que vuelve a aparecer con claridad en el próximo balotaje: la consolidación del proceso que se inicia en 1976, la resistencia contra sus tendencias más negativas en escenarios de inestabilidad y ‘grieta’, o la posibilidad de transitar hacia la superación de la tendencia a la involución periférica bajo la construcción de nuevas síntesis político-sociales.
Estas últimas dos opciones son las que se abren a partir de 2001-2003, para iniciar el ciclo en el que estamos insertos. Allí entra en crisis el modelo neoliberal y aparecen fuerzas políticas y sociales con capacidad de disputar el rumbo del Estado. Forma parte o es la expresión nacional de los primeros síntomas de la crisis de la hegemonía estadounidense y de la globalización neoliberal, que da inicio a una transición histórica-espacial del sistema mundial, que tiene como uno de sus componentes fundamentales los intentos más o menos profundos que se producen en las semiperiferias del sistema –allí donde hay fuerzas nacionales-populares con suficiente capacidad–, de insubordinarse frente al mundo unipolar, el Consenso de Washington y el poder financiero global. La expresión nacional de ese proceso, con sus formas y contenidos específicos, se conjuga en el balotaje Kirchner vs Menem del año 2003, que finalmente no se realiza por la abdicación del último candidato.
Por ello, al igual que las elecciones de 2003, las opciones en términos del contenido son muy similares. De un lado, la dolarización, la privatización de ‘todo lo que deba ser del estado’, la mercantilización completa del acceso a bienes públicos, el alineamiento absoluto con Estados Unidos (en aquel momento implicaba firmar el ALCA impulsado por Washington) y la definición de precios relativos a favor de las finanzas, la renta de la gran propiedad, los exportadores primarios y los servicios públicos privatizados y en manos de empresas extranjeras. Del otro lado, la renegociación de la deuda, la pesificación de la economía, la recuperación del control estatal en ciertas áreas clave, la desmercantilización parcial del acceso a bienes públicos, la apuesta por la integración regional (MERCOSUR) y por recuperar ciertos márgenes de autonomía relativa –entre la dependencia negociada y la autonomía heterodoxa en los conceptos de Juan Carlos Puig. A ello se le suma el establecimiento de precios relativos en función del entramado productivo local y el fortalecimiento del mercado interno, con un papel importante de la inversión pública. Es decir, la contradicción política que atravesaba en ese momento al territorio nacional y que en la actualidad tiene nuevas formas pero similares componentes, era entre la profundización del proyecto financiero neoliberal, bajo una política exterior para-colonial, o un proyecto nacional neodesarrollista orientado a lo productivo, bajo una política exterior que oscilaba entre la dependencia negociada y la búsqueda de autonomía.
Hoy los dilemas son muy parecidos aunque en escenarios muy distintos.
También son distintos los intérpretes. Escuchar la ‘burrada’ de que el comercio exterior de un país es un asunto de los privados donde puede ser prescindente el Estado (encima en un contexto de profunda disputa comercial-estatal, con guerras comerciales explícitas desde 2018), hace pensar en la repetida frase de Hegel que la historia parecería repetirse dos veces, la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa. Lo mismo genera escuchar frases del candidato ‘libertario’ de que no va a negociar con ‘comunistas’ en referencia a los gobiernos de Brasil y China, nuestros dos principales socios comerciales, que explican el 32% de nuestro comercio exterior y casi 2 millones de puestos de trabajo. Hasta el propio gobierno dictatorial no tuvo problemas ‘éticos’ en comerciar trigo con la Unión Soviética mientras realizaba un genocidio en nombre de Occidente, sus valores y su Guerra Fría.
Encrucijada y ‘trilema’ nacional
Los aspectos coyunturales y estructurales colocan a la Argentina en una encrucijada cada vez más acuciante entre, por un lado, permanecer en su condición semi-periférica promoviendo la apropiación /redistribución/ reinversión de la renta en actividades vinculadas con las materias primas y el desarrollo de eslabones de mayor valor agregado de las cadenas, procesos que permiten a la vez mantener cierta jerarquía de potencia media, fortalecida mediante la integración regional con perspectiva autonomista. Y por otro, continuar con actividades cada vez más periféricas vinculadas a un extractivismo de enclave, mayor desintegración a nivel regional y subordinación estratégica al Occidente geopolítico conducido por Estados Unidos Washington en una etapa de declive relativo y bajo un ciclo económico de estancamiento relativo y financiarización.
Como a comienzos del siglo XIX –aunque bajo realidades históricas, patrones de desarrollo y modos de inserción internacional muy diferentes por parte de las potencias emergentes– en esta transición de poder mundial se abren tres opciones estratégicas. Sin ser excluyentes, el predominio de una u otra opción o el tipo de combinación que se produzca, serán centrales para la resolución de la encrucijada nacional mencionada en la presente transición histórica-espacial del sistema mundial y en un escenario de guerra mundial híbrida.
La primera opción implica la subordinación estratégica al Occidente geopolítico, conducido por el polo de poder angloestadounidense, que nos ligaría como periferia a un ciclo de estancamiento y financiarización con limitado margen de maniobra. La dolarización terminaría por cerrar el corset, destruyendo el entramado productivo-industrial que aún sobrevive en el país. Esto iría acompañado por la desinversión y/o la desarticulación de todas las capacidades socio-estatales fundamentales que son cruciales para el desarrollo: financiera y monetaria, defensa, control soberano de recursos naturales, ciencia y tecnología, medios nacionales de comunicación y matrices de pensamiento y cultura.
Una segunda opción, es la neodependencia conectada con la región del Asia Pacífico liderada por China, que se encuentra en plena expansión material e impulsa un nuevo ciclo de acumulación mundial. Bajo un reforzamiento de dicho vínculo se puede garantizar, al menos, el ‘desarrollo del subdesarrollo’ o el crecimiento y el sostenimiento de la condición de semi-periferia exportadora de materias primas a gran escala con ciertos eslabones productivos locales y capacidades socio-estatales nacionales, como también otorgar cierto margen de maniobra y cierta autonomía relativa. Esto no implica romper relaciones con el Occidente geopolítico ni mucho menos, sino limitar los daños más estructurales que puede generar la subordinación periférica y establecer una ‘dependencia negociada’ con intenciones y/o matices autonomistas. Es lo que predomina en discursos, acciones y referentes que rodean al candidato Sergio Massa, quien parece comprender (en tanto cuadro ligado estrechamente con los sectores productivos nacionales, los grupos neodesarrollistas de la UIA y otras entidades de la burguesía local) que la opción de neoliberalismo periférico recargado, con claros componentes neofascistas y alineamiento hemisférico incondicional, puede implicar una política de tierra arrasada y un nuevo ‘industricidio’.
En tercer lugar, a partir del escenario de oportunidad histórica que presenta la actual transición del sistema mundial, con el ascenso de poderes emergentes y el escenario geopolítico de expansión de la multipolaridad, resulta posible la construcción de una confederación continental a nivel sudamericano que posibilite el desarrollo de un polo regional con alcance global, en línea con un nuevo ordenamiento de carácter multipolar y multicéntrico. Esto posibilitaría aumentar los grados de autonomía relativa y establecer un núcleo con escala y capacidades estratégicas suficientes con el objetivo de impulsar un proyecto nacional-regional de desarrollo.
Lo central que está en juego en el balotaje en cuanto a la política exterior es, sencillamente, que ésta esté pensada, proyectada y ejecutada en función de los intereses nacionales y también populares –de la producción y el trabajo– en un escenario mundial donde se pagan mucho más caros que en otros tiempos los errores o los alineamientos ideológicos. La cuestión es tener, por lo menos y con sus debilidades, una estrategia propia.
(*) Sociologo y Doctor en Ciencias Sociales, Rrofesor Universitario colaborador habitual de Dossier Geopolitico
Publicado en «Avion Negro» https://avionnegro.com.ar/contextos/elecciones-politica-exterior-y-el-trilema-nacional/
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