Por Rafael Poch de Feliu | 06/03/2021 | Europa
La doctrina de Bruselas hacia Pekín aprobada en octubre es esquizofrénica: una amalgama de hostilidad y estrecha relación. El gigante europeo es impotente a causa de su división interna y de su hipoteca transatlántica.
Desde por lo menos los años ochenta del siglo XX, China observó con interés y curiosidad el surgir de la Unión Europea, un ovni político de gran potencial económico. Entonces la UE representaba el 30% del PIB mundial mientras que China solo el 2,3%. Cuando en los primeros años del siglo XXI, la UE se ampliaba (diez nuevos estados miembros en 2004) e incrementaba su integración, Pekín seguía la evolución del proceso con interés añadido. Con sus casi 500 millones de habitantes y su gran potencia económica (segundo PIB mundial), la UE era menos celosa que Estados Unidos a la hora de transferir la tecnología que China necesitaba para su desarrollo. Además, y sobre todo, lideradas por Francia y Alemania, las diferencias europeas con la dirección neocon de George W. Bush en Estados Unidos, particularmente relevantes en 2003 con motivo de la desastrosa invasión de Irak, introducían en Pekín preguntas existenciales de gran calado estratégico: ¿Se va a dividir Occidente? ¿Será la Unión Europea un nuevo polo autónomo de la nueva constelación multipolar?
La división entre las antiguas potencias coloniales europeas y la superpotencia imperial americana era una cuestión fundamental no solo para China, sino para todo el llamado “sur global”, aunque solo fuera por la ampliación de los márgenes de maniobra que significaba. Ampliar a lo político, por ejemplo en las organizaciones internacionales creadas y dominadas por Occidente, la holgura ya existente en lo comercial por ejemplo al negociar la compra de aviones, no con uno sino con dos vendedores (Boeing y Airbus), era un asunto mayor. ¿Se abriría una oportunidad similar en la ONU?
Hoy aquellas ilusiones se han evaporado. La inicial fascinación china por el proceso europeo se ha visto matizada también por las dificultades de la UE por demostrar una personalidad propia en el mundo. Esas dificultades tienen que ver con diversos aspectos. Uno es el sometimiento inercial de la política exterior y de seguridad europeas a la geopolítica de Washington, canalizado a través de la OTAN y de la utilización de toda una serie de países como caballos de Troya de la política exterior americana en Europa: Inglaterra antes del Brexit, pero también, Polonia, los países bálticos y otros. La falta de autonomía de la UE desemboca frecuentemente en un errático seguidismo de las directivas generales de Estados Unidos, incluso cuando esas directivas contradicen frontalmente los intereses económicos y geopolíticos europeos más esenciales. La expansión de la OTAN hacia el Este, en incumplimiento de los pactos y promesas que pusieron fin a la guerra fría, y las trabas a la complementaria relación energética y geopolítica de la UE con Rusia, forman parte de una clara y bien conocida estrategia de Washington.
Otro aspecto fundamental tiene que ver con el propio diseño, más empresarial que político, de la Unión Europea. Reflejado en los tratados europeos, ese diseño es prácticamente imposible de reformar al precisar el voto aprobatorio de todos los estados miembros. Dichos estados parecen, a su vez, estructuralmente condenados a la división, a causa de los defectos del propio diseño que incrementan la división socioeconómica de la eurozona y producen una creciente desigualdad que es sobre todo consecuencia de los superávits comerciales de Alemania, su principal economía.
Entre 2009 y 2018 la economía de los países del norte de la eurozona creció en conjunto un 37,2% mientras que las del sur solo un 14,6%. La crisis del Covid-19 apunta a un incremento de esas diferencias. Esta realidad ha creado en Europa un enredo de gran complejidad que parece condenar a la Unión Europea a la división interna y explica sus actuales tendencias desintegradoras. El resultado de todo ello convierte a la UE en una especie de gigante impotente.
La Unión Europea ofrece periódicamente muestras de esa impotencia. Concluyeron en fracaso los intentos europeos de independizarse de las sanciones de carácter extraterritorial (respaldadas por su control del sistema financiero global) dictadas por Estados Unidos contra Irán después de la retirada unilateral de Washington del acuerdo nuclear con ese país que el conjunto de las potencias había aprobado y que abría esperanzadoras perspectivas de distensión en Oriente Medio y de negocio para Bruselas. No sabemos si la UE remediará su actual estancamiento, pero sí sabemos que el pulso del mundo no se detendrá para esperarla y que como dijo Mijail Gorbachov a los dirigentes de la Alemania del Este en 1989: “la vida castiga a los que llegan tarde”. La UE ya no representa aquel 30% del PIB sino solo el 16,7%, mientras que China ha cambiado su 2,3% de los años ochenta por su actual 17,8%.
China superó en 2020 a Estados Unidos como mayor socio comercial de la UE Se espera que este año supere también a Estados Unidos como principal mercado de la exportación alemana. China compró el año pasado cerca del 20% de las ventas de Airbus. En ese contexto, la relación de la UE con China refleja todos los problemas apuntados. En primer lugar, cuanto más quiera Bruselas avanzar en su relación con Pekín tanto más se resentirá su relación con Washington y tanto más se agudizarán las divisiones internas al respecto. Trátese del desarrollo de la tecnología 5-G de la empresa china Huawei en Europa, del creciente flujo de inversiones chinas en la Unión Europea, de la invitación de Pekín a los países europeos para que se sumen a su iniciativa de Nueva Ruta de la Seda (B&RI), o del último acuerdo general de principio en materia de inversiones (CAI), el resultado es siempre el mismo: la división europea.
Ante ese panorama, China ha llegado a acuerdos con países y grupos de países europeos entre los que la llamada Plataforma 17+1 es el más conocido. Muchos analistas y políticos europeos recelan de esos acuerdos en los que ven la vieja táctica del “divide y vencerás” practicada por China, olvidando que ésta no tiene que molestarse en dividir lo que ya está dividido y lastrado por la más elemental ausencia de claridad, coherencia y autonomía. Ese recelo se ha puesto de nuevo de manifiesto con la crisis del COVID en la que los defectos de la gestión europea han podido cotejarse con las ayudas de China a diversos países europeos, entre ellos algunos de los más marginados. “Debemos ser conscientes de que hay un componente geopolítico y una lucha por la influencia en la política de la generosidad”, escribió el responsable de la política exterior europea, Josep Borrell.
Mientras tanto, países como Alemania y Francia envían periódicamente sus barcos de guerra a participar en el cerco aeronaval de Estados Unidos en el Mar de China Meridional, sugiriendo que la intensa relación con su principal socio comercial es compatible con su contención militar. La UE mantiene desde 1989 su más longeva política de sanciones contra el socio chino: un embargo de venta de armas. Si quisiera cancelarlo, Washington ya ha advertido que los contratos militares con China significarían el fin de las relaciones de las empresas europeas con las de Estados Unidos en ese ámbito. Muchos estados de la UE son activos participantes en los frentes de guerra híbrida abiertos contra China…
El resultado de esta amalgama de hostilidad y estrecha relación es la esquizofrénica doctrina aprobada por el Consejo Europeo de octubre de 2020, que practica una especie de promedio con todas las contradicciones, divisiones e intereses de los diferentes miembros del club. Según esa doctrina, China es al mismo tiempo “socio, competidor y rival sistémico”, dependiendo del ámbito político en cuestión. ¿Son separables esos ámbitos? “En la práctica parece difícil desvincular comercio e inversión, donde China es considerada socio, de seguridad y valores, donde China es vista como rival sistémico”, dice la analista Theresa Fallon. “¿Será la UE capaz algún día de relacionarse con China no a través de tres diferentes enfoques sino mediante un solo punto de vista?”, se pregunta. Fallon es directora del CREAS uno de los laboratorios de ideas de Bruselas dedicado a promocionar la estrategia de Washington hacia Rusia y Asia en la UE. Su pregunta resume muy bien la debilidad y ambigüedad de la actitud de la Unión Europea hacia China.
(Publicado en Ctxt) y Rebelion
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