Por Manuel R. Torres Soriano (*)
La pandemia ha llevado a los extremistas a reajustar su propaganda a un nuevo contexto donde buena parte de los agravios que utilizan para justificar su violencia han quedado eclipsados por la emergencia sanitaria.
El yihadismo ha sido uno de los movimientos que más dificultad ha tenido para posicionarse en este nuevo escenario. En un primer momento, estos grupos presentaron el virus como un castigo divino contra los incrédulos: un “soldado invisible” de Alá que estaba minando el poderío económico de sus enemigos y allanando el camino a la victoria. Sin embargo, esta narrativa empezó a hacer aguas cuando la pandemia también se extendió a los países de mayoría islámica. La siguiente versión fue presentar a la Covid-19 como una llamada de atención a la humanidad, incluyendo a los musulmanes, para regresar a Dios. Sin embargo, culpabilizar a la víctima nunca ha sido una buena estrategia para ganar adeptos, una lección que a los yihadistas les ha llevado tiempo asimilar. De ahí, que en sus comunicaciones públicas se haya prestado una escasa atención a este fenómeno, fingiendo que el mundo no se ha visto sacudido por algo que nada tiene que ver con sus actos y pretendiendo creer que el foco de la atención internacional sigue apuntando a Siria, Malí, Afganistán o Cachemira.
Por otro lado, el extremismo de izquierdas ha visto en el nuevo contexto la enésima confirmación de sus teorías sobre la crisis estructural del capitalismo y la incompatibilidad entre la salud pública y el interés económico de las grandes corporaciones. Pero ante todo ha identificado en estos tiempos convulsos una nueva ventana de oportunidad para confrontar de manera violenta a un sistema que se tambalea mortalmente ante su incapacidad de doblegar el virus y gestionar sus terribles secuelas económicas y sociales.
ero, sin duda, la narrativa que más se ha visto beneficiada por la pandemia ha sido la que se sitúa en la extrema derecha. Las medidas de excepción, las restricciones de derechos, la extensión del control político y otras respuestas a la propagación del virus han sido recibidas por estos radicales como una colosal confirmación de todas sus profecías. Durante años, estas redes se habían volcado de manera obsesiva en la tarea de difundir a través del ciberespacio las “píldoras rojas” que creen pueden sacar a la sociedad de su estado de control mental. Esta metáfora, tomada de la popular película de los 90 The Matrix, es uno de tantos elementos de la cultura popular que han sido parasitados por la extrema derecha para persuadir a su audiencia de que están atrapados en un mundo ilusorio creado por las élites globalistas. Sus “píldoras”, presentadas en forma de estadísticas manipuladas, supuestos documentos secretos sacados a la luz u otro tipo de reclamo efectista no habían ejercido hasta el momento resultados demasiados espectaculares. Los temas clásicos de este universo: el antisemitismo, la conspiración para acabar con la raza blanca, etcétera, aunque fuesen revestidos de las vestimentas de la cultura pop, seguían siendo contenidos con un atractivo marginal.
Sin embargo, la pandemia terminó conmoviendo los cimientos del sistema de creencias y el falso sentimiento de seguridad de una buena parte de la sociedad. Ante la necesidad de encontrar certezas, el pensamiento conspirativo empezó a ser mainstream: el estado profundo, el fraude del cambio climático, el movimiento antivacunas, el origen militar del coronavirus, la conspiración del 5G, la disolución de las identidades nacionales a través de las invasiones migratorias, etcétera. Bajo las capas más superficiales de tesis disparatadas existe un sustrato terriblemente atrayente para personas que necesitan aferrarse a la ilusión de pensar que sus vidas no están regidas por el azar. Cualquier teoría de la conspiración encierra la afirmación de que nada sucede por accidente. Los acontecimientos geopolíticos o el cambio social es resultado de causas simples, en las que las consecuencias se conocen y pueden ser planificadas por los que controlan los resortes del poder. Nada es lo que parece. La mentira es el principal recurso de los que dominan la mente de los otros a través de unos medios de comunicación manipulativos. Sólo los intelectos más sagaces son capaces de prevalecer frente a esa maraña de engaños y mostrar el camino a los demás a través de los pocos reductos donde aún se puede hablar libremente.
Sin embargo, no es el confort que ofrecen las soluciones contundentes frente a la incertidumbre, o el narcisismo intelectual que lleva a algunos a volcarse en cuerpo y alma en el apostolado de las verdades alternativas. Un factor determinante en este crecimiento ha sido la desidia de los gobiernos y las grandes plataformas de Internet a la hora de poner freno al crecimiento de esta comunidad radical en el ciberespacio. Durante estos años se ha producido la paradoja de que mientras se actuaba con cada mayor contundencia y efectividad contra el contenido yihadista en la Red, existía una resistencia a aplicar ese mismo enfoque a esos contenidos que fomentaban de manera inequívoca el odio y la violencia, pero que se entendía (de manera errónea) que quedaban fuera del alcance de la acción antiterrorista. Así, por ejemplo, a finales de 2019 tuvo lugar un hito en el proceso de expulsión de contenido extremista en Internet. Europol consiguió involucrar en el proceso de identificación y cancelación de cuentas de contenido radical a Telegram, una plataforma que se había mostrado durante años renuente a ejercer la moderación y en control de contenidos de sus usuarios. Como consecuencia de este cambio de paradigma, la infraestructura yihadista online sufrió un duro revés del cual no se ha repuesto aún. Este servicio de mensaje dejó de ser un repositorio y lugar de encuentro seguro para miles de extremistas que se habían refugiado en este servicio tras ser expulsados de las grandes plataformas como Twitter, Facebook o Youtube. Sin embargo, mientras miles de cuentas yihadistas eran canceladas de manera definitiva, el contenido de carácter supremacista y neonazi apenas sufrió algún tipo de molestia.
Resulta indudable que la pandemia ha podido ser un factor de empuje para miles de extremistas. Las pérdidas y traumas personales, la perturbación de los hábitos de vida cotidiana, la incertidumbre sobre el futuro o incluso el aburrimiento son factores que pueden agravar las percepciones y comportamientos de los individuos. Sin embargo, la radicalización violenta es un proceso eminentemente social, donde buena parte de las barreras que inhiben el recurso a la violencia se derriban en compañía de otras personas. En ocasiones, el ingrediente decisivo que necesita un sujeto que está plenamente imbuido en esta percepción extrema de la realidad es acompañamiento humano: una mano amiga o un referente de autoridad que arrope emocionalmente a la persona en el complicado salto al vacío que supone pasar de las ideas a los hechos. Estos agentes activos de radicalización son esenciales para superar las inseguridades y miedos que llevan a algunos individuos a quedarse encallados en una fase, donde, aunque se está dispuesto a justificar y aplaudir la violencia de otros, son incapaces de implicarse materialmente en todo aquello que defienden. La pandemia ha reducido y dificultado este tipo de interacciones que son fundamentales para activar el sustrato de radicalismo que anida en nuestras sociedades. Sin embargo, Internet ha ofrecido un salvavidas a todos aquellos radicales que se habrían quedado solos y a la deriva, incapaces de seguir alimentando sus pulsiones violentas. Este espacio alternativo para la radicalización ha sido especialmente valioso para el extremismo violento de derechas, el cual encontró en la red de redes la herramienta que permitía materializar su teoría de la “resistencia sin líderes” como una estrategia viable para confrontar el enorme poder de los Estados.
Durante los últimos años en aplicaciones de mensajería como Telegram, VK o Gab se ha galvanizado un agresivo movimiento político que sólo acaba de empezar a mostrar su faceta abiertamente terrorista. La desidia ha permitido que durante demasiado tiempo se consolide una base transnacional de apoyo y legitimación a la violencia de extrema derecha que será muy complicado revertir. Es urgente que se aplique contra esta otra faceta del extremismo online la misma contundencia y herramientas que ha costado años desarrollar para poner fin a la impunidad que el terrorismo yihadista gozó en Internet.
(*) Manuel R. Torres Soriano es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Pablo de Olavide de Seville.
Publicado en Esglobal el 3 Febrero 2021
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